lunes, 13 de febrero de 2023

TALLER DE NARRATIVA y TERTULIA

Las mañanas de sábado en el Garden Bistro.

Leemos, escribimos, analizamos y damos cabida a la tertulia

con un buen café, un cóctel, un brunch...


domingo, 29 de enero de 2023

LAS SIETE TENTACIONES

Sobre la expo de Carlos Tapia. 




“Los siete pecados capitales” no lo son. El pecado es uno solo y es: renunciar a uno mismo. Disiparse. Perderse.

Los que tradicionalmente llamamos siete pecados son tentaciones. Son las siete trampas principales que acechan al ser humano, para alejarlo de sí mismo, de su consciencia. Por eso la célebre oración dice: no nos dejes caer en la tentación. No nos dejes pasar por esa puerta, porque capaz que no regresamos.

Me sorprende la labor intelectual de acotar esas siete puertas malditas. El ser humano y sus catalogaciones, sus devaneos… Me conmueve pensar en Aristóteles en estas disquisiciones. Siete extremos, eran para él, siete formas de alejarse del justo medio, siete formas de perder la dignidad humana. La cosa era seria.

Y viene Carlos Tapia y nos decora las puertas tentadoras. Les pone luz y color y, cual maestro de ceremonias, se para a la entrada y nos dice: Vean.

Es lo que hago. Veo las puertas, las reconozco. Los mininos coloridos nos bajan las defensas y nos dejamos llevar. Son tentadores en sí mismos. No son ni hembras ni machos; el vicio nos iguala en más de un sentido.

El cuadro correspondiente a la pereza me interpela especialmente. Me quedo observándolo y me doy cuenta de que me despierta una honda pesadumbre. Recuerdo entonces algo que poca gente sabe: hace muchos siglos, los siete pecados eran ocho. Antes estaba la tristeza. La tristeza como puerta al pecado, qué les parece. Bueno, no sería el primer vicio convertido en enfermedad mental en estos tiempos.

La tristeza se acopló a la pereza o desidia, ese síntoma claro de la depresión, ya ven. No sé cómo ni por qué, siento que el cuadro de Tapia ha captado esa prehistoria. El gato de la pereza está triste, díganme si no, y tiene entre sus manos el peluche de sí mismo: un gato exánime. Perder el alma, es el pecado.

Los invito a caer en esta tenue tentación, la tentación de pararse al filo, en el marco de la puerta donde está el pintor en silencio, con sólo su sonrisa de gato de Cheshire, y sin decirlo nos dice: Pasen, pasen.

sábado, 22 de octubre de 2022

LÁGRIMAS SECAS

 

Taller de Narrativa Personal


La experiencia vivida es nada más ¡y nada menos! que la materia prima de la narrativa personal. Eso es mucho, pero no suficiente. Cómo arrancar. Por dónde arrancar.

“Es que la personaje soy yo misma”… ¡Ese es el personaje más difícil de concebir! Cuando la protagonista o la narradora soy yo. ¿Quién es yo? Incluso: ¿Quiénes son?

Cómo se construye un personaje a partir del propio yo.

“Se escribe con las lágrimas secas”, decía Truman Capote. Qué quiere decir eso.

Cuál es el trabajo imaginativo que va de nuestra historia contada a un psicólogo (que nos cobra por escucharnos) a nuestra historia contada en un libro (que la gente paga por leer).

 

Jueves de 10 a 12

este mes de noviembre

                    en Turu Arte

                    San Isidro de Heredia

34 800 colones

                    wasap  8877 9201 

sábado, 27 de febrero de 2021

TIEMBLA, MEMORIA (fragmento)

 

PRIMERA PARTE: LA DE LA EUFORIA

 

Patiño mío:

        Dime que sí, dime que volveremos a ser felices. Hubo una época en que estar tristes era una fiesta, ¿recuerdas? Celebrábamos que nuestro pasado estaba por delante. Que todo estaba por hacer y que todo sería hecho. Pero el tiempo se está esfumando, minuto a minuto, con cada frase que escribo. Heme aquí enviándote a toda prisa un email desde la oficina porque se ha desatado la negra espiral que preveíamos en mi vida: esta tarde el jefe me ha mandado llamar.

        Ven, Patiño, sube conmigo a la sexta planta. Mira este aséptico despacho con vistas a la Sierra. Fíjate en su cuidada decoración: unos muebles silenciosos, dos cuadros cristalinos, un minibar y una alfombra color mostaza que tiene en una esquina un camellito rojo. Es el despacho de mi jefe. Y la que está a punto de entrar es quien firma.          “Qué tal. Siéntate, que ya acabo”, dijo y (ya conoces mis fijaciones) tuve la impresión de que estaba terminando de masturbarse. “Ya acabo” quién sabe el qué, porque se acercó a la ventana en actitud contemplativa, cual si fuésemos personajes de una película sueca y yo le hubiera confesado un crimen. Me conozco el numerito. Finge tener siempre la mente en algo más importante que la persona que tiene enfrente. Se muestra paródicamente cordial para que notes el esfuerzo que hace por ocuparse de ti. Entonces tú (quiero decir, yo) esperas que te lancen tu galletita echado en un sofá que cuesta lo que tu sueldo (varios miles de euros, se entiende).

        Finalmente se gira y abre entusiasta sus brazos, como si nos acabáramos de encontrar en la cubierta de un yate. Me pregunta si quiero beber algo y se dirige hacia el minibar a ponerse un whisky. No me cae bien, pero tampoco mal, este minijefe. Yo acepto un whisky, claro; no recuerdo haber rechazado una copa en toda mi vida.

        Dice, paseando la mirada por su despacho como si por ahí revoloteara una idea difícil de asir: “Tú eres una chica muy inteligente…”, y yo me crispo; nunca un hombre me ha llamado inteligente como piropo. Pero en esto suena el teléfono de su mesa y deja la frase sin terminar. Se me acerca extendiéndome mi whisky y me confiesa que tiene ganas de lanzarlo por la ventana. Me pregunto por qué quiere defenestrar mi copa, pero se refiere ¡al teléfono! Quiere lanzar por la ventana ese gran invento del siglo antepasado. Aunque no es cierto. Es una modalidad entre los jefecillos hispánicos: quieren jactarse, pero tienen miedo fundado a la envidia, entonces se quejactan, es decir, se quejan de tener todo aquello de que se jactan, la queja es una y trina.

        Mi jefe le dice resignado a su secretaria: “Pásamelo”. Levanta la mirada al techo y me mira con complicidad indicándome que está harto, pero de golpe exclama con un entusiasmo enlatado: “¡Hombré, qué gusto oírte!”. Me hace un leve gesto de disculpa (muy leve, que subraya que en realidad no me debe ninguna y si hace falta yo me tengo que quedar ocho horas en su sofá) y me da la espalda.

        Me quedo observándolo, mientras olfateo los aromas tostados de su finísimo whisky. Si este hombre fuese guapo, sería una máquina de dominación. Pero es alto, perfumado y elegante, y paticorto, cabezón y contrahecho. Además, tiene los ojos saltones y el tórax como inflado. Por estos rasgos de enano a pesar de su metro noventa, en la oficina le llaman “el enano más grande del mundo”. Yo vengo a ser un clon degradado de este enano gigante. Uso gafas, plumas y maletines casi-casi como los suyos (ya verás, no me vas a reconocer); tengo decorada mi vida a imagen y semejanza de la suya (ya verás, ya verás), pero o bien todo lo que uso y compro es una imitación menos cara, o tengo un único y precioso ejemplar de cosas a las que él no les da demasiada importancia, y a las que tú no les darías ninguna. Pero ese es otro contar.

        Bebiendo a la salud del camellito rojo que marca la diferencia entre una alfombra de cien euros y una de mil, pensé en el documental que deberíamos hacer, Patiño, no sobre tu España profunda, sino sobre esta de la que empiezo a ser parte, La España superficial, a la que el cerebro no le ha crecido en proporción a los bolsillos; esta España renuente a filosofar, monárquica, católica y libertina que no vivió la Revolución del 68; que declara como sus “derechos” lo que hasta hace nada eran sus vergüenzas (y viceversa); que pasó de la noche a la mañana de…

        A ver, no quiero perder el hilo, si es que alguna vez tengo el hilo entre mis manos. El jefecillo ha colgado y se está dirigiendo a su servidora: que si satisfechos con ella, que si incremento del público joven, que si tal y que cual y que la van a “ascender”. ¡No te rías!, se dice así, Patiño, el entrecomillado es puro desconcierto mío. Yo intento mantenerme alerta, siguiendo tus divinas enseñanzas, pero qué le voy a hacer, unas veces uno se comporta como un ser menesteroso, pero honesto, que pide un aumento; otras, te suben el sueldo sin que tú lo hayas pedido y ya está: empieza tu metamorfosis en un ser miserable.

           Con la noticia del ascenso y tres whiskys me embriagué. Fue después, cuando bajaba en el ascensor, que comprendí que entre líneas de halagos mi jefe me acababa de decir que soy uno de los suyos.

                    Que soy de su especie

                    Que tengo un precio.

Desde los sotanillos del infierno, siempre servil,

Catalina Cata Botellas

 

        La ironía no me hará libre. Pero engañémonos, escrita la carta me siento mejor. Cuando se la cuento a Patiño, esta mi existencia sin enjundia se ennoblece. Cualquiera diría que el sentido de mi vida es escribírsela. Y no digo yo que no.

        En las semanas siguientes compruebo que la asunción significa mil doscientos euros más al mes y escribir menos o nada en Megaloideas.es, la página web que me cobija. A mí, que se me contrató para escribir, se me ha adjudicado ahora el papel de controlar lo que los demás escriben. Esto le cambia a uno la visión del mundo. Ahora todas las metas de la empresa me parecen facilísimas y mis subordinados, unos ineptos. Ya no invento, critico; no propongo, desecho; no escribo, corrijo; y bien decía el ciego argentino: nada más fácil que corregir una página de El Quijote, ni más difícil que escribirla.

        Con el ego y los bolsillos hinchados me paseo por la oficina luciendo en la cabeza mi nueva corona de cartón lustrado.

 

Catalina querida:

Intentando sacar sabiduría de las piedras, he terminado llorando sobre ellas.

C. Patiño

 

        Patiño, Patiño… Cuál será la materia de sus días. Lleva cinco años de retiro en un pazo miñoto que dejaron abandonado sus padres. La piscina llena de pasado, ranas y líquenes; el frío que ha aprendido a colarse entre los muros; dieciocho habitaciones huérfanas; sin teléfono, a veces hasta sin luz, aquí en la vieja Europa. Intentando arrebatar algo de mística de las piedras ancestrales. Patiño con las uñas, Patiño con los dientes. Patiño en su adorado margen ansiando entender el mundo pero negándose a negociar con él. Patiño que vive o sobrevive con las ayudas de su madre y de sus tres tías solteronas. En treinta años, no se le conoce un solo trabajo remunerado.

 

Patiño:

Yo me lo merezco todo. Todo me lo debo a mí. Todo es culpa mía. Le he vendido mi alma a Satanás. Cuando se vende el alma sucede una cosa muy concreta: uno acepta convertirse en la encarnación de su aspecto más vil. Yo le vendí mi alma al Ángel Soberbio por que me sacara del lodazal tropical en que nací. No se hace este trueque para ser feliz. Al contrario, uno pone su alma en rebajas el día en que se pregunta: La felicidad ¿qué importancia tiene?

Toc, toc, toc: al instante llama a tu puerta Satán.

Catalina Cata Botellas

 

Catalinísima:

“El deber del ser humano es ser feliz”, me dijo la santera de la Habana Vieja que no quisiste visitar conmigo. La felicidad como precepto moral. A mis usuales agobios, se sumó esa nueva culpa: la de no ser feliz.

¿Quién va por la senda de la felicidad, quien persigue sus deseos o quien los deja ir?

C. P.

 

        Yo, que mis deseos son mis órdenes, salgo todos los días tarde de la oficina y con la convicción de merecerme el mundo en bandeja. Compro semanalmente kilos de discos y libros (ese consumo de quienes no se consideran consumistas) y he terminado por descubrir por qué comprar es tan frustrante: uno compra todo aquello que en el fondo le hubiese gustado crear uno mismo.

        Todos los libros se quedan sin abrir en mis estanterías. Ganando los doblones que gano al mes, y sin tiempo para disfrutarlos, compro “cultura” como si así adquiriera futuro. Ya tendré tiempo de vivir como quiero, me digo. Atesoro libros como quien salvaguarda una vida venidera.

        Patiño tarda hasta dos semanas en contestar mis emails, cuando baja al pueblo a comprar comida y le sobran dos euros para el cíber. A veces responde por correo del de antes, con sello de cera y todo.

 

Catilina, Catilina:

Sólo en la nada está la plétora.

Patiño

 

Patiño:

Ven. Cuando analizo mi vida me deprimo, pero cuando la comparo con la tuya, me enaltezco.

Ven, que ahora que gano dinero a manos llenas me doy cuenta de que necesito amor.

Ven, adjunto billete en primera a Madrid.

Cata

 

Sres. Megaloideas.es

A la atención de Catalina M. Botellas

Directora Creativa de Pubertad Impúber

Muy señora mía:

Voy para Madrid.

 

El pequeño telegrama aún tiembla en mis manos y ya me parece que soy feliz. Y que lo he sido siempre. Miro hacia atrás en retrospectiva peliculera y mi vida entera me parece una cinta delirante y sensual.

El viernes, día de su advenimiento, salgo de la oficina al mediodía para preparar la escena. Quiero que no falte nada, que todo esté perfecto.

Se acerca Patiño. Tiembla el suelo. Mi casa está a punto de despegar por encima del tedio y la mediocridad. ¿Qué es ese tintineo? Son las botellas de whisky que se estremecen en mi alacena. Qué fácil es conjeturar el pasado. Ahora –ahora mientras tecleo y el tic, tic, tic de las teclas se mezcla con el tlin, tlin, tlin de las botellas en mi memoria– me parece que todo presagiaba aquella tarde de viernes que en menos de cuarenta y ocho horas me iba a cambiar la vida.

¡El timbre!

–Hay aquí una persona… una señorita que dice que no sabe quién es –rezonga el portero al telefonillo.

–Que suba. Intentaremos solucionarlo.

Abro la puerta de mi astronave y corro a echarme en el sofá. La última vez que Patiño me vio fue hace casi tres años. Yo acababa de llegar de ese que uno llama mi país y tenía una pinta de socióloga de bananera mezclada con presentadora de tele de Miami, si tal mezcla es posible. Ahora quiero sorprender a Patiño. Quiero que lo primero que vean sus ojos sea Cata envuelta en un espeso albornoz carmesí, echada en el sofá multiorgásmico con un libro de Nietzsche entre manos.

–Bienvenida. Pasa y conoce mi pequeño paraíso artificial

–Todos los paraísos son artificiales –replica Patiño, siempre en guardia.

Ha llegado Patiño, amigos, como la primavera.

                            Ahora vais a ver

                        Las heridas florecer.

 

MARZO TOPODEROSO (fragmento inicial)

 


                                 A mi madre

                          Aunque solo ella y                                     yo sepamos por qué.

 



    Es uno de diciembre, es el primer día de un espléndido verano y mi primera tarde de vacaciones: peligrosa coincidencia. El bar está lleno de buenas gentes que beben porque tampoco saben qué hacer. Estoy en una mesita, temblando de risa entre cuatro cuarentones que conocí hace apenas media hora. Me alejaba de la universidad pensando qué haría en tres meses de ocio, cuando tropecé con ellos que llevaban cuarenta años de hacerse, a grandes rasgos, la misma pregunta.
    Muerta de risa en minifalda rosada: siempre empieza ahí el recuerdo de la tarde en que conocí a aquel hombre. Yo riéndome y riéndome con la risa floja de mis diecinueve años. Qué livianos eran entonces mis dientes. Yo riéndome y riéndome sin poder parar. Juro que no podía.
    Acababa de presentar el último examen del año. Porque, qué gracia, yo estudiaba. El nombre de la carrera era Ciencias de la Comunicación Colectiva, nombre largo y rimbombante, proporcional a su trivialidad. Tal vez alguien haya tenido la sensatez de cerrarla. Era una guarida de inútiles. Todos los que no llegaron ni llegarían nunca a nada se refugiaban ahí, disfrazando su mediocridad con el viejo artilugio de la solemnidad. Se enseñaba a complicar lo simple, a explicar con palabras lo que se entiende mejor sin ellas, a distanciarse de lo evidente hasta perderlo totalmente de vista. Era un desafío al sentido común y una triste parodia de las disciplinas que sí merecían, por aquel entonces, ser llamadas ciencias. Los profesores aplicaban a sus alumnos el célebre principio de “si no puedes con ellos, confúndelos”. Disfrazaban su ignorancia y frustración... no, no: vayamos al término preciso: lo que mal disfrazaban era también su moralismo, y aquellos profesores, y con los años sus mejores alumnos, estaban convencidos de que solo ellos, manteniéndose al margen del río revuelto de la vida (esperando quién sabe qué mezquina ganancia de pescadores), veían al mundo tal cual es; convencidos, también, de que las Ciencias de la Comunicación Colectiva eran el saber de los saberes, y ellos, sus profetas.
Pero la realidad, ¡esa!, es libre, y resultaba perversa, por inocente, su forma de darles la razón e insinuarles así que tener la razón es solo una etapa del juego. Pero tampoco estaba la academia para agudezas, ni mucho menos para gracias. Los profesores resultaban severos profetas del revés (anunciando lo que no pasó), y sus discursos giraban curso tras curso entre las paredes de las aulas, como ecos en pena.
Mi verdadero entrenamiento en esos años fue el de llenar páginas de páginas sin decir nada. Cosa fácil y aburrida. Entregué un examen de ciento ochenta folios redactados a la perfección; tenía el dudoso don de detectar lo que cada profesor quería oír y me contentaba con darle a cada cual, digámoslo así, su merecido.
De este tedio venía yo. Que me sirva de atenuante.


Cuando salí del aula, al terminar aquel ejercicio idiota, sin saberlo, yo era una fiera puesta en libertad. ...

viernes, 11 de septiembre de 2020

A TRAVÉS DE LA HERIDA

CAPÍTULO 3


Imagen: collage de Silvia Piranesi



En ocasiones veo porno. Muerta de miedo, por cierto, pensando que a medio video voy a escuchar cómo se acercan las sirenas de la policía. ¡Uuuiiiuuu, uuuiiiuuu! ¡Abra la puerta! ¡Pum, pum, pum! ¡Sabemos que está ahí, viejo verde asqueroso! Y entonces salgo yo en delantal (me pongo el delantal para justificar la cara roja hinchada) y explico que no, no hay nadie más en la casa…

– ¿Algún vecino podría estar robando su señal de internet, respetable dama?

 

Capítulo 3

Ni yo soy yo

 

En ocasiones veo porno, culpable y confundida. Es como comer arroz con cuchara, algo que hago cuando nadie me ve, agarrando la cuchara como una pala, cosa que jamás pondría en Instagram y que si lo cuento aquí es por mandar un mensaje en una botella a otra náufraga, en otra isla desierta.

En ocasiones veo porno, y en tales ocasiones yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa, como decía el poeta, o más bien ni mi cosa es ya mi cosa, ni entiendo yo ya de qué va la cosa. Es que… de un tiempo a acá, estimadas doñitas de mi edad, a mí me está pasando algo raro. Dos puntos.

Yo soy eso que llaman –o llamaban­– heterosexual. Creo. Ya una ni sabe. Conque visualicen el siguiente escenario: si yo cayera en una isla desierta con Scarlett Johansson, y ella, como en aquel chiste de los años noventa de “mariconadas, las mínimas”, se me acercara deseosa de sentir otra piel, una caricia; si Scarlett Johansson se me acercara en ese plan, esta señora en delantal saldría huyendo y más bien se internaría en la isla a la busca del orangután alfa, u omega, da igual, el orangután más peludo y rabudo que tuviera a bien la vida ponerme enfrente, o detrás, para el caso casi mejor.

Y es que a mí nunca me han atraído sexualmente las mujeres. (Paréntesis: esto tampoco lo ando divulgando por ahí, queda aquí en la intimidad de las redes, pues si antes estaba bien visto, hoy se considera harto sospechoso eso de andar promulgando la propia heterosexualidad). Bueno, me está costando mucho hoy llegar al punto, parezco un orangután buscando el punto g.

El caso es, ¿qué es este porno que veo, propio de viejos sátiros? Me he hecho muchas veces la pregunta. Indagando en mi ser interior (o en mi cerdo interior, como recomendaba Osho), he llegado a una respuesta que, me temo, me vuelve a poner frente a mi herida, la vieja herida de mi vida que aquí nos convoca: no ser guapa o no considerarse tal.

Procedo a explicarme; aunque antes, el marco teórico. Estamos de acuerdo en que Chayanne es el hombre más sexy del planeta, ¿verdad? Pues bien, vean: si en vez de la policía, en mi puerta se personara Chayanne… Ay, se me aflojan las piernas… es como si lo viera, sonriendo, con sus ochenta dientes refulgentes, Jesús Cristo Redentor…

Ayyy, ¡¡qué vergüenza!! Yo de sólo imaginarme que Chayanne me vea la celulitis… ¡Fuchi, fuchi! “Pero mujer, que es un regalo que te enviamos tus amigas, por tu cincuenta cumpleaños; va a bailar Torero sólo para vos, ahí en tu cocina”. Que no y que no, malditas, mejor me hubieran dado esa plata para levantarme las tetas.

¿Entienden? Parece complicado pero no lo es. Yo no deseo a Chayanne… Bueno, cuidao, que ya imagino los titulares mañana: Cata Botellas: “A Chayanne, lo sacaría a pescozones de mi casa”. Tampoco así. Pero es que yo soy mujer, nacida en una muy mala época, y entonces lo que yo deseo no es a Chayanne sino ser deseada locamente por él, sacar la fiera de Chayanne, que me arranque la ropa a tiras (¡no, el delantal, no! ¡Corten! No me echen a perder la escena). Yo lo que deseo es ser una de esas chavalas de tetas terráqueas y cuerpos carnosos y jugosos y que Chayanne me traspase, me perfore, me atornille, me haga pa’ allá y pa’ acá…

Se dice fácil, pero vieran qué difícil es concertar estas puestas en escena imaginarias; a veces haría falta un especialista de esos de Hollywood que montara la escena y entonces una lo que termina visualizando es a Chayanne forzando a Scarlett (ey, ¿y yo, y yo?), al final nadie es del todo alguien, una no sabe quién está disfrutando a quién, ni con qué, ni una qué pito toca en el molote, qué está disfrutando a fin de cuentas en su imaginación, porque dizque es a Chayanne, pero al rato parece que es a la chavala, más bien, o a un tercero que de repente aparece por ahí. ¿Quién es? ¡El bendito orangután!, que se me vino detrás y, macho al fin, ahora quiere montarse a Chayanne. ¡Aaah, organicémonos, organicémonos!

Pfff. Muy triste todo, de verdad.

¿Se dan cuenta? ¿Ven la cruz que cargo desde… uuuhh, desde que Cristóbal Colón llegó con los espejos? No puede una ser deseable, deliciosa, suculenta… ni en sus propias fantasías.

“Hasta en sueños te he sido fiel”, dice la canción. Yo hasta en sueños me soy infiel. Si se me apareciera el genio de la botella y me concediera un deseo, sería: ser deseada. Qué esclavitud, qué sumisión. Mi excitación proviene de ser deseada y para ser deseada tendría que ser otra que la que soy.

En ocasiones veo porno. Y quedo avergonzada y con el alma arrugada en un puño como un testículo sin pelos; quedo exiliada de mi propia sexualidad, de mi propio pellejo. El porno que yo veo, créanme, debería ser prohibido.


martes, 25 de agosto de 2020

A TRAVÉS DE LA HERIDA

CAPÍTULO 2: La belleza interior 


Un día de estos, en Facebook, sucedió este vodevil: una chiquilla de unos veintimuchos pone público en su muro un pantallazo de su Messenger, acompañado de una anécdota de denuncia. La anécdota es esta: le pidió amistad un completo desconocido (sic), ella lo aceptó por no ser grosera (sic sic) y el muy asqueroso (sic sic sic) lo primero que hace es decirle en privado lo que puede verse en el pantallazo de Messenger: “Wow, he visto tus fotos, qué excitantes”. Allá que se va la sabuesa Botellas a ver las fotos de la gordita anodina (sí, un físico puede ser anodino, por degenerada que puede parecer esta aseveración) y la veo en mil muecas y maromas donde resalta su escote fofo y lechero, que parece lo único que tiene para atraer, así en foto; en persona a lo mejor es fascinante. Je.

Rauda y contundente pone la chiquilla en su muro a vista de todos ese comentario y su respuesta pronta y tajante, donde le dice que es un cerdo y nos cuenta a todas sus amistades –algunas como yo igual de desconocidas que el cerdo–, nos cuenta, decía, que lo puso en su lugar y lo bloqueó de inmediato. “Bien hecho”, “huy, sí, yo tuve que hacer lo mismo ayer con otro”, “ay, qué asco”, le dicen varias en comentarios y uno dice le dice: “Eres muy bella y no mereces eso”. (Paréntesis: cómo no voy a estar yo fascinada con Facebook, si es como una perenne película de Todd Solonz.)

Pero a lo que voy, presionada por todos ustedes: Capítulo dos.

coro

Ay, anodina tetoncilla mía

si supieras cuánto te entiendo.

Viajo tres décadas atrás y recuerdo

aquel tiempo en que sucedió

(no la metamorfosis de Kafka)

La pseudomorfosis de Cata.

 

Al salir del colegio y entrar a la universidad, fue como si de repente nadie se percatara de mi fealdad. ¡Ey, yujuuu, ey, soy fea! ¿Qué pasa aquí? “Linda, mami, mamacita, rica, venga y me la como toda”.  ¿No se han dado cuenta de que yo soy fea, banda de idiotas? Los que ahora me consideraban deseable me merecían el mismo desprecio que quienes hasta mis dieciocho años me dijeron cuero, narizona. Qué digo el mismo, ¡más! Analizándolo ahora, creo que era por el fenómeno análogo de los llamados “nuevos ricos”, ya saben, esos que desearían salir en las listas de los más ricos pero que repudian a quienes se les acercan por su dinero, porque se conocen demasiado bien… mutuamente. Sí, era el fenómeno de las “nuevas ricas”, todas esas adolescentes contrahechas que finalmente habíamos tomado alguna formilla y ahora estábamos ricas.

¿Qué había pasado? ¿Era ese el momento presagiado por doña mamá en bata, cuando los hombres, por la madurez, se fijarían en mi belleza interior? Naaaa. Era un buen par de tetas y un buen par de nalgas que ¡flop!, me habían salido como champiñones. Y nada más, no hay más vueltas que darle. “Me chiflan las mujeres inteligentes” o “me excitan las mujeres con sentido del humor”, me decían los hombres. Ajá, no me cuenten. Babosos, todos parecían perrillos en celo. Y nosotras, las nuevas ricas, creyéndonoslo. Dos décadas más tarde entendí todo.

Anticos de mis cuarenta años, en una fiesta en Madrid, una ex amiga mía más fea que yo –o igual de fea o de guapa, para el caso es lo mismo– se llevó a Bruce Willis al huerto, como dicen allá, aquí sería al cafetal. Fue cuando entendí la diferencia entre las nuevas ricas y las ricas deliciosas de toda la vida. Lo difícil no es cogerse a Bruce Willis en una fiesta, lo difícil es que te invite al día siguiente a desayunar en el Ritz.

Ese gran aprendizaje no lo tuve yo en pellejo propio, el pellejo que se cogió a Bruce Willis no fue el mío. Y no me arrepiento. Los hombres no pueden creer esto, ningún hombre amanecería arrepentido tras haberse acostado con Demi Moore, aunque se acabara de casar, aunque hubiera muerto su madre esa misma tarde o Demi Moore hubiera estado en coma. Mi ex amiga no llegó a tanto como arrepentirse, pero sé que le supo a poco y que estaba consciente de que no había medalla para ella en ese cuento. Y aquí viene la clave:

Una guapa de toda la vida “se da a respetar”, como se dice desde la perspectiva de las feas: “darse a valer” o a respetar, cuando en realidad es algo distinto. Es la conciencia desde pequeñitas del poder arrasador de su belleza. Eso lo tienen garantizado. Con una guapa de cepa, el delicioso Bruce hubiera tenido que empezar por pagar una cena en el Ritz, según entiendo; tampoco voy a jactarme ahora de saber cómo es la escala de valores de las guapas con pedigrí. A las guapas advenedizas, hacerse de rogar por una estrella de Hollywood es mucho pedirles. Sería como pedirle a un futbolistilla bien pagado que no se compre un Maserati.  ¿A cuenta de qué entonces iba a estar él corriendo como un perturbado detrás de una bola?

Bueno, como iba diciendo…

coro

Ay, anodina tetoncilla mía

si supieras cuánto te entiendo.

Viajo tres décadas atrás y recuerdo

aquel tiempo en que sucedió

(no la metamorfosis de Kafka)

La pseudomorfosis de Cata.

 

A mis diecinueve años me dediqué de lleno a burlarme y despreciar a cualquier hombre que me mirara con deseo, y peor si lo mezclaba con dulzura, entonces me daban la misma grima que me dieron siempre los peluches esponjosos de ojos grandes, guácatelas, no estamos las narizonas velludas para eso.

Alguien en Facebook me pregunta si tan fea era yo y prometí responderle aquí. Claro que no. Esas somos las peores feas, las feas por convicción, seguras de serlo porque desde la cuna nos lo dijo nuestra mamá.

–Cata, ¿y la belleza interior?

¿Me están vacilando? Para que yo hubiera tenido belleza interior hubiera hecho falta que doña mamá no me dijera que en efecto yo era fea por fuera; hubiera hecho falta que doña mamá no hubiera estado tan convencida, a su vez, de ser fea. Cuando veo fotos de ella en sus treinta, la hallo divina, parecida a Liz Taylor. Pero mamá nació, creció y se reprodujo convencida de ser fea, ella y toda su descendencia, pues nosotras pertenecemos a la clase sociocultural que no cree en los milagros, que cree que la Tierra es redonda, que Adán y Eva es una fábula y que Mendel no admite refutación.

Ahora que menciono a Liz Taylor, hablemos tantito de belleza exterior, queridos hombres necios que jugáis con la mujer sinrazón. Mi mamá al menos se parecía a Liz Taylor, blanca como una porcelana, y digo “al menos” porque oigan: ¿saben qué hacía una amiga mulata de mi madre? Se iba al río y se frotaba con arenilla hasta hacerse sangre, porque le habían dicho que así se blanqueaba la piel. ¿Saben qué hacía una ex compañera mía del colegio que tenía genes de esquimal, con su gran cara de torta y sus piernazas cortas y robustas para retener mejor el calor? Se provocaba diarreas y vómitos y un día cayó desmayada en la cancha de voleibol.

Gordas, negras, narizonas, enanas, contrahechas, marcadas de varicela, bembonas, culonas, planas, calvas, hirsutas, bizcas, patizambas, narizonas (sí, ya lo dije, pero valemos por dos): ¿Qué os parece, hermanas, si nos olvidamos de la belleza exterior y nos dedicamos a cultivar la belleza interior?

Desde aquí puedo escucharlas a todas decir al unísono: “Belleza interior, my ass”.